FAMILIA DE BALBIN

por Armando Balbín

Yo cumplía meses cuando mi madre, urgida por la inoperancia de un tratamiento que venía conteniendo el avance de su largo y lento preceso, siguiendo creencias o supersticiones de aquel tiempo llevada por mi padre, un asturiano de ley, muy temperamental, viajó "al sitio de su nacimiento", su querida Andalucía, confiándome al cuidado de una sefiora irlandesa, Brígida Moron de O'Brien, viuda, cercana a los 55 afios de edad, madre de la maestra del sexto grado de la escuela número 1 de Laprida.

En su viaje de regreso sufrió una recaída que obligó a hospitalizarla. Poco tiempo después, se produjo su deceso, no sin antes despedirse de mi, tenido en brazos de quien, para entonces, solo era doña Brígida. Su última voluntad fue rogarle a mi padre y a mis hermanos que consintieran para que ella se ocupara de mi crianza hasta que llegaran a la mayoría de edad y en condiciones de atenderme. Hoy puedo dar fe, que en Argentina eran mayoría las señoras amorosas con sensibilidad de mujer, madres consagradas a ese deber moral sin, valerse de salamerías, ni de mimos, ni regalos compradores que conquistan a las criaturas.

Eran conscientes que las dadivocidades los malcriaba malcriados, consentidos, antojadizos o egoístas, con mayor razón, cuando requerían especial cuidado por estar afectada la salud, se trate de dolencias pasajeras o de larga evolución.

Cuando esos malestares presentan síntomas inequívocos de ciclotimia anuncian secuelas con amplio espectro, que hacen perder el control de si mismo, hasta la caída en niveles depresivos que entregan su voluntad a terceros que saben aprovechar y especular con una u otra prevalencia.

El ciclotímico investido de mando, autoridad o influencia, sufre tremendas convulciones, al extremo de apretar el botón que estalla al explosivo, convencido que habrá de ser el único en salvarse, o hundido en abatimiento dejándose llevar, docilmente por los que saben sugerir sin imponerse.

Al evidenciar una de las tantas cualidades que distinguieron a mi madre postiza, como ella denominaba, (dado que jamás permitió que la llamara mamá, no exagero elogios sobre su persona, evocando que jamás se escuchó de persona alguna un juicio que no fuera encomiable. Suele decirse que la "universidad de la calle" es el mejor complemento en la educación", yo aseguro que el corazón de Dofia Brígida resultó un templo donde los atormentados encontraban alivio, los faltos de carácter un cálido estímulo y los necesitados pronta ayuda. Infundía el concepto del deber y la fe que serena los ánimos e imparcializa el juicio. Tuve el privilegio de ser educado por esa notabilidad, cuya mirada comunicaba seguridad y confianza.

De ella puedo decir lo que Lincoln de su madre "todo lo que soy y lo que cada día espero ser, se lo debo a mi madre". Yo aseguro que todo lo bueno que se reconozca en mi, se lo debo a Brígida Morón de O'Brien. Si hubieron fallas en nosotros es por no responder a los ejemplos.

No es recaudar simpatías establecer una equivalencia entre el estilo de vida propiciado por Dofia Brígida, con el expuesto y observado por los dirigentes y organismos de la UCR hasta 1891. Ella, con su sola presencia llenaba el salón al que entraba aunque estuviera vacío, es decir, ofrecía esa cualidad distintiva que caracterizó a conductores de la UCR en cada período, notable en los exponentes maseímos de nuestra militancia: Yrigoyen y Alvear o como ocurría con Balbín que frente aun reducido auditorio, se intuía que lo estaba escuchando el país.

Mi crianza sentó un precedente "alimentar a un bebe con leche de cabra inmuniza para no cometer cabronadas cuando se llega a la edad madura".

Yo conocí tres tíos -un hermano de mi padre, también asturiano, comerciante y hacendado, excelente persona y dos hermanos de mi madre, también andaluces que incursionaron en muy diversas actividades. Uno llegó a ganar al Nacional en el hipódromo de Palermo con un puro de su propiedad. Y el otro, bohemio, ocurrente. simpatiquísimo, entrafiable amigo de Florencio Sánchez , atesoraba ilusiones.

Mi padre ingresó al país a los 13 años, dedicándose a tareas menores que lo ejercitaron para formarse. Hombre casado con cuatro hijos inauguró un cine-confitería en un edificio ubicado en la calle principal de Laprida que aún conserva intacta su fachada y la placa recordatoria que fijó la comisión del Museo local al cumplirse el centenario. Allí nací yo el quinto.

De él obtuve una lección inolvidable sobre el concepto del honor siempre recordado por mi madre postiza como un modelo de rectitud. Mi padre solía discrepar con su socio, buena persona, pero insegura y protestona. Sobre todo cuando mi padre cumplía actos de liberalidad, como era tender un telón en la pared frente al cine y proyectar la película que ese día bajaba de cartel porque por ferrocarril llegaba la de recambio.

En aquellos años era todo un acontecimiento la visita de los vendedores de loterías.

En una ocasión ambos atendieron a un vendedor de billetes.

-"Esto nos salvará", dijo mi padre mientras extraería el dinero de la caja del negocio a lo que el socio ordenó:

-"Ponlo dentro, me opongo. Crómpralo tú con tu dinero propio". Después de una larga discusión, mi padre se lo impuso en estos términos:

-"Lo pago con dinero del negocio y se acabó", a lo que el socio respondió:

-"Lo repondrás porque no lo reconozco". Esa decisión de ambos quedó irrevocable.

El socio no se enteró que el billete resultó favorecido con el primer premio. Mi padre recién se lo hizo saber después de haberlo hecho efectivo.

-El premio mayor para mi, es poder deshacerme de ti. Toma. Aquí tienes tu mitad del premio y aquí, aparte, lo que vale tu por ciento en la sociedad al precio que ambos establecimos por si aparecía un comprador y ahora vete, vete ahora mismo, pero antes, sécate las lágrimas para que no pregunten el porque de las mismas. Esto queda entre tú y yo.